POSIBLES REFORMAS EN EL VATICANO: EL PAPADO DE ROMA. SEGUNDA PARTE.

POSIBLES REFORMAS EN EL VATICANO: EL PAPADO DE ROMA. SEGUNDA PARTE.
Thomas J. Reese, sj. es el autor de esta reflexión sobre la reforma del Vaticano. Thomas J. Reese, SJ, hermano de Eduardo A. Reese, SJ, es un católico norteamericano, sacerdote jesuita, escritor y ex editor en jefe de un semanario católico.
Nos propone pensar a partir de preguntas centrales y desde la historia. Hay sectores de la Iglesia que sienten que esta reforma del Vaticano es urgente. Otros no. Pero, lo que tiene que ser un principio común y esencial, es el diálogo, el respeto, tolerancia y amor profundo a la Verdad y a la Iglesia, como misterio esencial del cristianismo católico.
“El papado contemporáneo gobierna la Iglesia con poderes que serían envidiados por cualquier monarca absoluto: el Papa tiene la suprema autoridad legislativa, ejecutiva y judicial con pocos controles de su poder. Esto es especialmente evidente en el nombramiento de obispos. En los primeros siglos de la Iglesia, el obispo local era elegido por y desde el pueblo. Idealmente, la gente se reunía en la catedral donde, después de rezar reunida, seleccionaba a un hombre santo y talentoso para que la condujera. En la práctica, las facciones que apoyaban a candidatos opuestos a menudo se enfrentaban, a veces violentamente, dividiendo a la comunidad. Los fieles no hablaban siempre con una sola voz. A medida que el tiempo fue pasando, el proceso de selección fue evolucionando para incluir, no sólo al pueblo, sino también al clero local y a los obispos provinciales en un sistema de controles y equilibrios. El Papa León I (440-461) describió el ideal diciendo que nadie puede ser obispo a menos que sea elegido por el clero, aceptado por su pueblo, y consagrado por los obispos de su provincia eclesiástica. El clero conocía a los candidatos mejor que la población y era menos propenso a resolver sus disputas recurriendo a la violencia. De todos modos, como líder de la comunidad, el obispo debía ser aceptado por la gente. El clero, entonces, le presentaba un candidato a la gente, la que normalmente indicaba su aprobación aclamándolo. Si era abucheado, el clero debía intentar con otro. Para llegar a ser obispo, el candidato debía ser consagrado por los obispos de su provincia eclesiástica bajo la presidencia del arzobispo metropolitano. Si era inaceptable por herejía o inmoralidad o alguna otra falta, los obispos podían negarse a ordenarlo. El problema con este proceso era que nobles y reyes poderosos, sin ningún respeto por la democracia, podían simplemente imponer sus deseos a la Iglesia por la fuerza o amenazas de violencia. Como escribió san Fulberto de Chartres en 1016: ¿Cómo se puede hablar de elección cuando una persona es impuesta por el príncipe, de manera que ni el clero ni la gente, y menos aún los obispos, pueden considerar a ningún otro candidato? La designación de obispos por reyes y nobles llevó a la corrupción del episcopado debido a que elegían a bastardos de la familia real y a favoritos políticos.
SIGLO XIX: UN CAMBIO IMPORTANTE
Los papas reformadores, desde Gregorio VII, jugaron un rol importante al luchar contra las influencias políticas en la selección de obispos. Pero se debe recordar que también nobles y reyes fueron algunas veces reformadores de la Iglesia. En el siglo XI el emperador alemán Enrique III depuso tres “papas” y después se inició una larga lista de papas reformados. Y otro rey alemán, el emperador Segismundo, fue quien logró poner fin al gran Cisma de Occidente.

Todo esto cambió en el siglo XIX, luego de que las revoluciones barrieran con la mayoría de los monarcas en Europa. Los papas, en lugar de devolver la selección de obispos a la iglesia local, la convirtieron en prerrogativa propia. Obviamente, esto llevó al nombramiento de obispos leales a Roma que apoyarían su preeminencia en la Iglesia. Pero el nombramiento de obispos no es el único ejemplo de la consolidación del poder del Papa. En los primeros siglos de la Iglesia, los concilios de obispos regionales o nacionales ayudaron a definir la doctrina, favorecieron una política eclesial coordinada e incluso constituyeron un foro para juzgar obispos. El obispo de Roma actuó como una corte de apelaciones cuando obispos y concilios discrepaban. Las conferencias nacionales de obispos son las verdaderas sucesoras de estos concilios, pero el Vaticano no les ha otorgado la independencia para actuar que tenían los antiguos concilios. De un modo similar, hubo un tiempo en que los Concilios Ecuménicos tuvieron mayor independencia. De acuerdo a algunos teólogos, los concilios incluso tuvieron autoridad para destituir papas. La centralización del poder en el Vaticano fue a menudo una respuesta legítima a la interferencia política de reyes y nobles en la vida de la iglesia local. Los papas podían plantarse mejor ante los reyes que la iglesia local. Pero ahora, cuando pocos reyes o nobles están en posición de inmiscuirse con la Iglesia, uno podría discutir si tal centralización es todavía necesaria y si no es de hecho contraproducente.”
Hoy se ven caer los autoritarismos y la humanidad siente la necesidad de una autoridad moral basada en el amor, respeto y tolerancia. La participación supone valorar a las personas como agentes activos que aportan al bien común. La obediencia no está en el centro de nuestra sociedad sino la responsabilidad o corresponsabilidad. La obediencia a Dios no justifica crear un sistema piramidal. Obedecer a Dios nunca será una anulación de la libertad. Pero, la Iglesia tiene que aportar con su “fraternidad interna” a la socialización de los hombres y mujeres del siglo XXI. Para esto la “comunidad de los fieles” tiene que ser realmente fraternal en el fondo y en la forma eclesial. En este sentido hay una crisis en la Iglesia actual: una crisis de autoridad y participación. Es curioso porque en el Vaticano II hay un camino que al “caminarlo” es radical. ¿Qué pasa entonces?
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