¡SOMOS SALVADOS POR JESUCRISTO, NO POR UNA SUPUESTA RE-ENCARNACIÓN!

¡SOMOS SALVADOS POR JESUCRISTO, NO POR UNA SUPUESTA RE-ENCARNACIÓN! DOMINGO 4 del Tiempo de Pascua - Ciclo "B" - 29 de Abril de 2012 - Jesucristo no sólo nos ha salvado, sino que nos ha dado mucho más que eso: hacernos hijos de Dios y darnos derecho a una herencia, que es vivir eternamente con Él. Pero comencemos con lo de la salvación, revisando las Lecturas de este Domingo. Nadie más que Jesucristo puede salvarnos, "pues en la tierra no existe ninguna otra persona a quien Dios haya constituido como salvador nuestro" (Hech. 4, 12). Así vemos en la Primera Lectura cómo habló San Pedro, el primer Papa, al responder a quienes lo interrogaban pretendiendo juzgarlos por la curación de un lisiado y porque estaban predicando que Jesús había resucitado. Pedro les echó en cara: "Este hombre ha quedado sano en el nombre de Jesús de Nazaret, a quien ustedes crucificaron y a quien Dios resucitó de entre los muertos". Jesucristo es el Salvador. Eso se dice ¡tan fácil! y se ha repetido tantas veces... pero no parece tan aceptado como debiera serlo. Al menos, no parece tan aprovechado. La salvación de Jesucristo es gratuita, pero requiere de un esfuerzo de nuestra parte. Sólo debemos aprovechar las gracias que por esa salvación nos han sido dadas. Pero... ¿realmente las aprovechamos? ¿Aprovechamos todas las gracias que el Señor quiere darnos? Además, si nos fijamos bien, no todos aceptamos la salvación que Jesús nos vino a traer. Por citar sólo un ejemplo actual: la re-encarnación. La creencia en ese mito pagano no se queda en pensar que en nuevas vidas seremos otras personas... si es que eso fuera posible. Una de las consecuencias de este engaño que es la re-encarnación, es el pensar que nosotros nos podemos redimir nosotros mismos a través de sucesivas re-encarnaciones, purificándonos un poco más en cada una de esas supuestas vidas futuras. Así que, al creer en la re-encarnación, de hecho estamos rechazando la redención que sólo Cristo puede darnos. Y quedamos de nuestra cuenta para salvarnos. Ahora bien, Jesucristo no sólo vino a salvarnos, es decir, a rescatarnos de la situación de secuestro en que estábamos después del pecado de nuestros primeros progenitores, sino que -como San Juan nos recuerda en la Segunda Lectura- por su gracia "no sólo nos llamamos hijos de Dios, sino que realmente lo somos" (1 Jn. 3, 1-2).Y realmente lo somos, porque Dios nos comunica su Vida, su Gracia; porque, durante nuestra vida en la tierra nos guía como sus hijos que somos. Y, además, porque recibiremos una herencia: el Cielo prometido a aquéllos que se comporten como hijos, es decir, a los que aquí en esta vida seamos obedientes a la Voluntad del Padre. ¿Nos damos cuenta de este privilegio: ser hijos de Dios y poder llamar a Dios "Padre", porque realmente somos sus hijos? Ser “hijo(a) de Dios” se dice tan fácilmente... Pero ¿nos damos cuenta que Jesucristo, el Hijo Único de Dios, no sólo nos ha salvado, sino que ha compartido Su Padre con nosotros, para que seamos también hijos(as)? … ¿Agradecemos a Dios este paternal acto de amor… o lo tomamos como algo merecido? Continúa San Juan explicándonos la dimensión y las consecuencias de este especialísimo privilegio de la filiación divina: "Ahora somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado cómo seremos al fin. Y ya sabemos que, cuando Él se manifieste, vamos a ser semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es". San Pablo nos explica así esto mismo en varias citas de sus cartas: "Al presente vemos como en un mal espejo y en forma confusa, pero luego será cara a cara. Ahora solamente conozco en parte, pero luego le conoceré a Él como El me conoce a mí." (1 Cor. 13, 12-13). "Cuando se manifieste el que es nuestra vida, Cristo, ustedes también estarán en gloria y vendrán a la luz con Él" (Col. 3, 4). "También los destinó a ser como su Hijo y semejantes a Él... y después de hacerlos justos, les dará la gloria" (Rom. 8, 29-30). En el Evangelio vemos por qué todo esto es así. Jesús se nos identifica de diversas maneras. Una de sus identificaciones favoritas de todos los que somos sus seguidores es ésta de hoy: el Buen Pastor. "Yo soy el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas" (Jn. 10, 11-17). Y sabemos que Jesús cumplió con esta promesa de dar su vida por cada uno de nosotros, ovejas de su rebaño. Sabemos que su vida la dio, pero, como nos dice en este Evangelio, también la recuperó. Y la recuperó con gloria, porque resucitó. Y con su resurrección nos da a todos los que le seguimos y le imitamos, la gloria que El tiene y que da a las ovejas de su rebaño. ¿Quiénes son las ovejas de su rebaño? Jesús las identifica en este Evangelio. Son los que conocen su voz, porque lo conocen a Él y le siguen. Esos resucitarán como El resucitó y “serán semejantes a Él”, como nos dice San Juan en la Segunda Lectura, porque tendrán la gloria que es suya y que conoceremos cuando lo veamos “cara a cara, tal cual es”.

¡EN LA EUCARISTÍA, NOS ENCONTRAMOS CON EL MISMO CRISTO: SALVADOR, SANADOR, SANTIFICADOR…!

¡EN LA EUCARISTÍA, NOS ENCONTRAMOS CON EL MISMO CRISTO: SALVADOR, SANADOR, SANTIFICADOR…! DOMINGO 3 del Tiempo de Pascua- Ciclo "B" - 22 de Abril de 2012 - El Evangelio de hoy nos narra la primera aparición de Jesucristo resucitado a sus Apóstoles y discípulos reunidos en Jerusalén (Jn. 6, 1-15). Anteriores a esta aparición, la Sagrada Escritura nos narra la de María Magdalena, nos menciona que el Señor se había aparecido también a San Pedro y, adicionalmente, nos cuenta la de dos discípulos suyos que iban desde Jerusalén hacia Emaús. El Evangelio de hoy nos narra el regreso de esos dos discípulos de Emaús a Jerusalén. Cristo se hizo pasar por un caminante más que iba por el mismo sitio y, caminando junto con ellos, “les explicó todos los pasajes de la Escritura que se referían a Él”. Luego accedió a quedarse con ellos y “cuando estaba en la mesa, tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio”. Fue en ese momento cuando los discípulos de Emaús lo reconocieron... pero Él desapareció. Nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica (cf. #1346, 1347, 1373, 1374, 1375, 1376, 1377) que la Liturgia de la Eucaristía se desarrolla con una estructura que se ha conservado a través de los siglos y que comprende dos grandes momentos que forman una unidad básica. Estos momentos son: La Liturgia de la Palabra, que comprende las lecturas, la homilía y la oración universal. La Liturgia Eucarística, que comprende el Ofertorio, la Consagración y la Comunión. Es importante recordar que la Liturgia de la Palabra y la Liturgia Eucarística constituyen “un solo acto de culto”, según nos lo dice el Concilio Vaticano II (SC 56). En efecto, la mesa preparada para nosotros en la Eucaristía es a la vez la de la Palabra de Dios y la del Cuerpo del Señor (cf. DV 21). Es lo mismo que sucedió camino a Emaús: Jesús resucitado les explicaba las Escrituras a los dos discípulos, luego, sentándose a la mesa con ellos “tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio” (Lc. 24, 13-35).Sin embargo, constituye un error el pensar o el pretender que la presencia de Jesús es igual durante la Liturgia de la Palabra que durante la Consagración y la Comunión. Cristo está presente de múltiples maneras en su Iglesia: en su Palabra, en la oración de su Iglesia, “allí donde dos o tres estén reunidos en su nombre”, en los Sacramentos, en el Sacrificio de la Misa, etc. Pero, nos dice el Concilio Vaticano II (SC 7) y la enseñanza de la Iglesia a lo largo de los siglos que “sobre todo (está presente) bajo las especies eucarísticas”. “El modo de presencia de Cristo bajo las especies eucarísticas es singular.” Dice el Catecismo: “En el Santísimo Sacramento de la Eucaristía están ‘contenidos verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, Cristo entero’”. Aclara el Catecismo: “Esta presencia se denomina ‘real’, no a título exclusivo, como si las otras presencias no fuesen ‘reales’, sino por excelencia, porque es substancial, y por ella Cristo, Dios y hombre, se hace totalmente presente”. “Mediante la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y Sangre, Cristo se hace presente en este Sacramento.” “La presencia eucarística de Cristo comienza en el momento de la consagración y dura todo el tiempo que subsistan las especies eucarísticas. Cristo está todo entero presente en cada una de las especies y todo entero en cada una de sus partes, de modo que la fracción del pan no divide a Cristo”. En el Evangelio, en esta primera aparición a los Apóstoles y discípulos reunidos en Jerusalén, Jesús les da todas las pruebas para que se convenzan que realmente ha resucitado. Les disipa todas las dudas que pueden tener y que de hecho tienen en sus corazones. Les demuestra que no es un fantasma, que realmente está allí vivo en medio de ellos. Como nos les bastaba ver las marcas de los clavos en sus manos y pies, les da una prueba adicional: les pide algo de comer, y come. Luego les recuerda cómo El les había anunciado todo lo que iba a suceder y estaba sucediendo ya, y cómo se estaban cumpliendo las Escrituras con su muerte y resurrección. Y ya al final les dice que ellos son testigos de todo lo sucedido y les habla de que “la necesidad de volverse a Dios para el perdón de los pecados debe predicarse a todas las naciones, comenzando por Jerusalén”. Y eso hacen los Apóstoles. En la Primera Lectura (Hech. 3, 13-19) tenemos un discurso de Pedro quien, aprovechando la aglomeración de gente que se formó enseguida de la sanación del tullido de nacimiento, hace un recuento de cómo sucedieron las cosas y cómo fue condenado Jesús injustamente: “Israelitas: ... Ustedes lo entregaron a Pilato, que ya había decidido ponerlo en libertad. Rechazaron al santo, al justo, y pidieron el indulto de un asesino; han dado muerte al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos.”Sin embargo, a pesar de la falta tan grave, del “deicidio” que se había cometido, Pedro les habla de la misericordia de Dios en el perdón: “Ahora bien, hermanos, yo sé que ustedes han obrado por ignorancia, al igual que sus jefes... Por lo tanto, arrepiéntanse y conviértanse para que se les perdonen sus pecados”. En la Segunda Lectura (1 Jn. 2, 1-5) también San Juan nos habla del arrepentimiento y del perdón de los pecados. “Les escribo esto para que no pequen. Pero, si alguien peca, tenemos un intercesor ante el Padre, Jesucristo, el justo. Porque El se ofreció como víctima de expiación por nuestros pecados y no sólo por los nuestros, sino por los del mundo entero”. Importante hacer notar cuál es la condición para recibir el perdón de los pecados. Esa condición, no se refiere a la gravedad de las faltas, por ejemplo. No se nos habla de que unas faltas se perdonan y otras no, como si algunas faltas fueran tan graves que no merecerían perdón. ¡Si se perdona hasta el “deicidio”! Se nos habla, más bien, de una sola condición: arrepentirse, volverse a Dios. Es lo único que nos exige el Señor. Por supuesto, el estar arrepentidos tiene como consecuencia lógica el deseo de no volver a ofender a Dios, lo que llamamos “propósito de la enmienda”. Pero, sin embargo, si a pesar de nuestro deseo de no pecar más, volvemos a caer, el Señor siempre nos perdona: 70 veces 7 (que no significa el total de 490 veces) sino todas las veces que necesitemos ser perdonados. ¿Realmente tenemos conciencia de lo que significa esta disposición continua del Señor a perdonarnos?

¡HOY CELEBRAMOS LA MISERICORDIA DE DIOS!

¡HOY CELEBRAMOS LA MISERICORDIA DE DIOS!

Fiesta de la Divina Misericordia - Ciclo "B" - Domingo 2 del Tiempo de Pascua
15 de Abril de 2012 - El Evangelio de este Domingo 2º de Pascua, Fiesta de la Divina Misericordia, nos relata una de las apariciones de Jesús a los Apóstoles, después de su Resurrección. Sucedió que se encontraba ausente Tomás, uno de los doce (cf. Jn. 20, 19-31). Y conocemos la historia. Tomás no creyó. Le faltaba ¡tanta! fe que tuvo la audacia de exigir -para poder creer- meter su dedo en los orificios que dejaron los clavos en las manos del Señor y la mano en la llaga de su costado. Terrible parece esta exigencia. Y, nosotros, los hombres y mujeres de esta época ¿no nos parecemos a Tomás? ¿No podría el Señor reprendernos igual que a Tomás? “Ven, Tomás, acerca tu dedo... Mete tu mano en mi costado, y no sigas dudando, sino cree”. ¡Cómo quedaría Tomás de estupefacto! Fue cuando brotó de su corazón aquel: “Señor mío y Dios mío” con que hoy en día alabamos al Señor en el momento de la Consagración. Sin embargo, Jesús prosigue, reclamándole a Tomás y advirtiéndonos a nosotros: “Tú crees porque me has visto. Dichosos los que creen sin haber visto”. Para creer también es indispensable nuestra respuesta a la gracia divina; es decir, también se requiere un acto de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad, por el que aceptamos creer.
En una oportunidad cuando los Apóstoles le pidieron al Señor que les aumentara la Fe, El les hace un requerimiento: tener un poquito de Fe, tan pequeña como el diminuto grano de mostaza (cf. Lc. 17, 5-6). Significa que para tener Fe, el Señor nos pide nuestro aporte: un pequeño granito como el de la mostaza, es decir, nuestro deseo y nuestra voluntad de creer. Esa Fe, entonces, que es a la vez gracia de Dios y respuesta nuestra, nos lleva a creer todo lo que Dios nos ha revelado y, además, todo lo que Dios, a través de su Iglesia, nos propone para creer. Por eso se dice que las verdades de nuestra Fe están contenidas en la Sagrada Escritura y en la enseñanza de la Iglesia Católica. Y esas verdades no son necesariamente comprobables o comprensibles con nuestra limitada inteligencia humana. Son verdades que creemos por la autoridad de Dios, no por comprobación humana. Por eso dice el Catecismo: “La Fe es más cierta que todo conocimiento humano, porque se funda en la Palabra misma de Dios... Y Dios no puede mentir”. Ahora bien, la primera consecuencia de la Fe es la confianza, pues creer en Dios es también confiar en Él. No basta decir: “yo sé que Dios existe”, sino también “yo confío en Dios, yo confío en Él y estoy en Sus Manos”. En esto consiste la verdadera Fe. Y confiar en Dios significa dejarnos guiar por Él, por Sus designios, por Su Voluntad. Pero... ¿no es nuestra tendencia más bien tratar de que Dios se amolde a nuestros planes y que -incluso- colabore con ellos? Pero el Señor nos dice así: “Vuestros proyectos no son los míos y mis caminos no son los mismos que los vuestros. Así como el cielo está muy alto por encima de la tierra, así también mis caminos se elevan por encima de vuestros caminos, y mis proyectos son muy superiores a los vuestros” (Is. 55,8-9). Por eso decimos: “Hágase Tu Voluntad así en la tierra como en el Cielo” cada vez que rezamos el Padre Nuestro, la oración que el mismo Jesucristo nos enseñó. Se trata de buscar la Voluntad de Dios, para irla cumpliendo y para ir siguiendo los planes de Dios para mi existencia. En esto consiste la verdadera Fe y la confianza en Dios.
Las apariciones de Jesús Resucitado a sus Apóstoles antes de su Ascensión al Cielo, fueron varias. Pero ésta de hoy parece muy importante. No sólo el episodio de Santo Tomás la hace destacar, sino también que en esa misma ocasión el Señor instituyó el Sacramento del Perdón o de la Penitencia o Confesión. “Reciban el Espíritu Santo. A lo que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar”. ¿Será por el recuerdo de la institución del Sacramento del Perdón de los pecados que hoy celebra la Iglesia la Fiesta de la Divina Misericordia? ¿Será por ello que en el Salmo -el mismo del Domingo de Resurrección- cantamos “La misericordia del Señor es eterna” (Sal. 117). En efecto, este Domingo que sigue al Domingo de Resurrección es la “Fiesta de la Divina Misericordia”. Es una Fiesta nueva en la Iglesia, que tiene la particularidad de haber sido solicitada por el mismo Jesucristo a través de Santa Faustina Kowalska, religiosa polaca de este siglo, quien murió en 1938 a los 33 años de edad y quien fuera canonizada precisamente en esta Fiesta de la Divina Misericordia del año 2000. Nos dijo el Papa Juan Pablo II el día de la Beatificación de esta Santa de nuestros días: “Dios habló a nosotros a través de la Beata Sor Faustina Kowalska”. La devoción de la Divina Misericordia ya se ha ido difundiendo bastante en todo el mundo. Incluye la imagen de Jesús de la Divina Misericordia, la Fiesta, el Rosario de la Misericordia, la Novena (se inicia cada Viernes Santo y culmina el Sábado antes de la Fiesta), etc.
Con motivo de este Evangelio y de la Fiesta de la Divina Misericordia, veamos qué nos ha dicho el Señor sobre la Confesión a través de Santa Faustina Kowalska: “Cuando vayas a confesar debes saber que Yo mismo te espero en el Confesionario, sólo que estoy oculto en el Sacerdote. Pero Yo mismo actúo en el alma. Aquí la miseria del alma se encuentra con Dios de la Misericordia. Llama a la Confesión Tribunal de la Misericordia. Y para acogerse a Él no nos pide grandes cosas: sólo basta acercarse con fe a los pies de mi representante (el Sacerdote) y confesarle con fe su miseria ... Aunque el alma fuera como un cadáver descomponiéndose (es decir, muerta y descompuesta por el pecado) y que pareciera estuviese todo ya perdido, para Dios no es así ... ¡Oh! ¡Cuán infelices son los que no se aprovechan de este milagro de la Divina Misericordia!”¡Hoy es el día de nuestra salvación!

¡RESURRECCIÓN, NO RE-ENCARNACIÓN: JESÚS RESUCITÓ, NO SE RE-ENCARNÓ!

¡RESURRECCIÓN, NO RE-ENCARNACIÓN: JESÚS RESUCITÓ, NO SE RE-ENCARNÓ!

Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor ciclo "B" -8 de abril de 2012 - La Resurrección de Jesucristo es el misterio más importante de nuestra fe cristiana. En la Resurrección de Jesucristo está el centro de nuestra fe cristiana y de nuestra salvación. Por eso, la celebración de la fiesta de la Resurrección es la más grande del Año Litúrgico, pues si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe... y también nuestra esperanza. Y esto es así, porque Jesucristo no sólo ha resucitado El, sino que nos ha prometido que nos resucitará también a nosotros. En efecto, la Sagrada Escritura nos dice que saldremos a una resurrección de vida o a una resurrección de condenación, según hayan sido nuestras obras durante nuestra vida en la tierra (cfr. Jn 6,40 y 5,29). Así pues, la Resurrección de Cristo nos anuncia nuestra salvación; es decir, ser santificados por El para poder llegar al Cielo. Y además nos anuncia nuestra propia resurrección, pues Cristo nos dice: “el que cree en Mí tendrá vida eterna: y yo lo resucitaré en el último día” (Jn. 6,40).

La Resurrección del Señor recuerda un interrogante que siempre ha estado en la mente de los seres humanos, y que hoy en día surge con renovado interés: ¿Hay vida después de esta vida? ¿Qué sucede después de la muerte? ¿Queda el hombre reducido al polvo? ¿Hay un futuro a pesar de que nuestro cuerpo esté bajo tierra y en descomposición, o tal vez esté hecho cenizas, o pudiera quizá estar desaparecido en algún lugar desconocido? La Resurrección de Jesucristo nos da respuesta a todas estas preguntas. Y la respuesta es la siguiente: seremos resucitados, tal como Cristo resucitó y tal como El lo tiene prometido a todo el que cumpla la Voluntad del Padre (cfr. J.n 5,29 y 6,40). Su Resurrección es primicia de nuestra propia resurrección y de nuestra futura inmortalidad.

La vida de Jesucristo nos muestra el camino que hemos de recorrer todos nosotros para poder alcanzar esa promesa de nuestra resurrección. Su vida fue -y así debe ser la nuestra- de una total identificación de nuestra voluntad con la Voluntad de Dios durante esta vida. Sólo así podremos dar el paso a la otra Vida, al Cielo que Dios Padre nos tiene preparado desde toda la eternidad, donde estaremos en cuerpo y alma gloriosos, como está Jesucristo y como está su Madre, la Santísima Virgen María. Por todo esto, la Resurrección de Cristo y su promesa de nuestra propia resurrección nos invita a cambiar nuestro modo de ser, nuestro modo de pensar, de actuar, de vivir. Es necesario “morir a nosotros mismos”; es necesario morir a “nuestro viejo yo”. Nuestro viejo yo debe quedar muerto, crucificado con Cristo, para dar paso al “hombre nuevo”, de manera de poder vivir una vida nueva. Sin embargo, sabemos que todo cambio cuesta, sabemos que toda muerte duele. Y la muerte del propio “yo” va acompañada de dolor. No hay otra forma. Pero no habrá una vida nueva si no nos “despojamos del hombre viejo y de la manera de vivir de ese hombre viejo” (Rom 6, 3-11 y Col. 3,5-10). Y así como no puede alguien resucitar sin antes haber pasado por la muerte física, así tampoco podemos resucitar a la vida eterna si no hemos enterrado nuestro “yo”. Y ¿qué es nuestro “yo”? El “yo” incluye nuestras tendencias al pecado, nuestros vicios y nuestras faltas de virtud.

La Resurrección de Cristo nos invita también a estar alerta ante el mito de la re-encarnación. Sepamos los cristianos que nuestra esperanza no está en volver a nacer, nuestra esperanza no está en que nuestra alma reaparezca en otro cuerpo que no es el mío, como se nos trata de convencer con esa mentira que es el mito de la re-encarnación. Los cristianos debemos tener claro que nuestra fe es incompatible con la falsa creencia en la re-encarnación. La re-encarnación y otras falsas creencias que nos vienen de fuentes no cristianas, vienen a contaminar nuestra fe y podrían llevarnos a perder la verdadera fe. Porque cuando comenzamos a creer que es posible, o deseable, o conveniente o agradable re-encarnar, ya -de hecho- estamos negando la resurrección. Y nuestra esperanza no está en re-encarnar, sino en resucitar con Cristo, como Cristo ha resucitado y como nos ha prometido resucitarnos también a nosotros. Recordemos, entonces, que la re-encarnación niega la resurrección... y niega muchas otras cosas. Parece muy atractiva esta falsa creencia. Sin embargo, si en realidad lo pensamos bien ... ¿cómo va a ser atractivo volver a nacer en un cuerpo igual al que ahora tenemos, decadente y mortal, que se daña y que se enferma, que se envejece y que sufre ... pero que además tampoco es el mío? Resurrección es la re-unión de nuestra alma con nuestro propio cuerpo, pero glorificado. Resurrección no significa que volveremos a una vida como la que tenemos ahora. Resurrección significa que Dios dará a nuestros cuerpos una vida distinta a la que vivimos ahora, pues al reunirlos con nuestras almas, serán cuerpos incorruptibles, que ya no sufrirán, ni se enfermarán, ni envejecerán. ¡Serán cuerpos gloriosos!

¿Y cuándo será nuestra resurrección? Eso lo responde el Catecismo de la Iglesia Católica, basándose en la Sagrada Escritura: “Sin duda en el “último día”, “al fin del mundo”... ¿Quién conoce este momento? Nadie. Ni los Ángeles del Cielo, dice el Señor: sólo el Padre Celestial conoce el momento en que “el Hijo del Hombre vendrá entre las nubes con gran poder y gloria”, para juzgar a vivos y muertos. En ese momento será nuestra resurrección: resucitaremos para la vida eterna -los que hayamos obrado bien- y resucitaremos para la condenación -los que hayamos obrado mal.

    Presentación

    En nuestro país, el grupo Edwards y COPESA son los conglomerados con mayor cantidad de medios de comunicación. La información que recibimos día a día a través de la televisión, los periódicos y las principales revistas forman nuestra manera de ver e interpretar el mundo que nos rodea desde con marcados elementos ideológicos, de los cuales ni siquiera nos damos cuenta.

    Desde esta perspectiva, generar espacios para compartir aquello que nos des-alinea y nos des-aliena de la cultura y la ideología oficial, constituye una necesidad para aquellos que aspiramos a construir una "realidad" diferente, basada en valores humanistas, centrados en la solidaridad y que acogen la potencialidad creativa que existe en cada uno de nosotros.

    El objetivo de esta página web es, precisamente, constituirse como un medio de comunicación y de expresión generado por personas comunes y corrientes, pero que buscan conectarse con lo grande que hay dentro de ellas mismas y entregarlo a los demás a través de la palabra escrita.