Autor: Mario Andrés Díaz Molina
En mi relación con el prójimo, no tan solo puedo darme cuenta de todo lo profunda que puede ser mi soledad, cuando experimento la ausencia de una persona significativa, sino que también descubro que el Otro o los Otros contienen manifestaciones humanas en las cuales es posible descubrir rostros del Otro que expresan un misterio que no puedo reducirlo a una mera información que no me interpela. Tanto yo como mi prójimo nos revelamos en una relación concreta, cercana y directa: la relación cara a cara, lo que realizamos en cada momento de la cotidianidad. Los símbolos bíblicos de la viuda, el huérfano y el extranjero, son figuras de la desnudez, de la soledad y exclusión que me dicen algo concreto al descubrirlos en mi entorno: la viuda más pobre de Melozal abandonada por sus hijos; tres hermanos huérfanos que para sobrevivir comían en las casas de la vecindad (un caso de solidaridad), una mujer Boliviana que murió, olvidada y despreciada (casada con un melozalino), me dicen parcialmente, que la moral social del campo es ambigua o tiene muchas caras. Estos Otros, que son rostro y desnudez, me cuestionan constantemente con sus miradas, me llaman a algo concreto. Sus ojos me dirigen un mensaje que me obliga a examinarme, a salir de la aplicación de una casuística que intenta tranquilizar mi conciencia, que critica el individualismo occidental, pero, me quedo en esa crítica, como si fuera un ser apolítico o ahistórico. Me estoy auto-cuestionando. El Otro, es un llamado a la preocupación por el prójimo. Me recuerda mis obligaciones y me juzga. La presencia del Otro equivale a un cuestionamiento de mi pasividad. Necesito pre-ocuparme por él y su ser real, y es aquí donde concibo al Otro como absolutamente Otro, en su excepcionalidad y su propio ser y no como complemento mío. Necesito cultivar una sabiduría que brota y nace del amor y respeto hacia el Otro.
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En mi relación con el prójimo, no tan solo puedo darme cuenta de todo lo profunda que puede ser mi soledad, cuando experimento la ausencia de una persona significativa, sino que también descubro que el Otro o los Otros contienen manifestaciones humanas en las cuales es posible descubrir rostros del Otro que expresan un misterio que no puedo reducirlo a una mera información que no me interpela. Tanto yo como mi prójimo nos revelamos en una relación concreta, cercana y directa: la relación cara a cara, lo que realizamos en cada momento de la cotidianidad. Los símbolos bíblicos de la viuda, el huérfano y el extranjero, son figuras de la desnudez, de la soledad y exclusión que me dicen algo concreto al descubrirlos en mi entorno: la viuda más pobre de Melozal abandonada por sus hijos; tres hermanos huérfanos que para sobrevivir comían en las casas de la vecindad (un caso de solidaridad), una mujer Boliviana que murió, olvidada y despreciada (casada con un melozalino), me dicen parcialmente, que la moral social del campo es ambigua o tiene muchas caras. Estos Otros, que son rostro y desnudez, me cuestionan constantemente con sus miradas, me llaman a algo concreto. Sus ojos me dirigen un mensaje que me obliga a examinarme, a salir de la aplicación de una casuística que intenta tranquilizar mi conciencia, que critica el individualismo occidental, pero, me quedo en esa crítica, como si fuera un ser apolítico o ahistórico. Me estoy auto-cuestionando. El Otro, es un llamado a la preocupación por el prójimo. Me recuerda mis obligaciones y me juzga. La presencia del Otro equivale a un cuestionamiento de mi pasividad. Necesito pre-ocuparme por él y su ser real, y es aquí donde concibo al Otro como absolutamente Otro, en su excepcionalidad y su propio ser y no como complemento mío. Necesito cultivar una sabiduría que brota y nace del amor y respeto hacia el Otro.
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