El ritual

Caminaba en silencio, tranquilo. Su paso lento y solemne parecía incrustarse en las sombras de la noche. Los miembros del clan de su padre lo seguían a corta distancia.
La noche iba revestida de tinieblas primordiales. Para él, único nieto de la fallecida machi de los Cauquenes, lo que importaba en ese preciso instante era ir al encuentro de aquel evocado espíritu. Un viento frío penetró por entre su estupenda indumentaria sagrada. Miró su cuchillo, regalo de su abuela. Apuró su paso al caminar frente al cementerio. Pudo ver, figurada entre los monumentos de madera, la sombra de la difunta. La miró de reojo y observó que nadie dio muestras de haberla visto. Sólo los elegidos pueden hacer lo que él haría aquella noche. Entonces, sin ver al espíritu que lo contemplaba desde la penumbra misteriosa, pensó en su madre que tres años atrás había sido raptada por una banda de guerreros enemigos. Recordó su primera cosecha de maíz, planta que su padre había aprendido a cultivar, cuando estuvo prisionero de los invasores Incas, conocimiento que el viejo Lonco transmitió a su tribu. Recordó, además, la alegría de la hermana de su madre y la cara de contentamiento de su padre cuando la abuela le puso las prendas rituales. Su padre, abrazándolo fuertemente, había dicho— ¡Hijo mío, serás grande entre nosotros! Y luego, tomando su arco y flechas, se los había obsequiado para que fuera a cazar a los cinco cóndores requeridos para el rito de su iniciación como curandero de la tribu.
Sí, en ese momento él también había pensado que era un ser cuasi-divino, pero después, comprendió que era sólo un mortal que algún día sería visitado por la muerte, igual que su abuela.
El resplandor de la luna lo hizo apurar el paso y lo sacó de sus reflexiones. La procesión de los otros clanes venía cerca. Él había visto sus luces.
Entre las matas del camino, se asomaban los rostros pálidos de los espíritus ancestrales que, desde el más allá, acompañan las rogativas de sus descendientes.
El claro del bosque lo esperaba en medio de la noche, sumergido en la suave brisa del atardecer que aún recorría los lugares más recónditos de aquellos parajes que lo vieron hacerse joven cazador y recolector de frutos silvestres. Se detuvo a poca distancia del altar; contempló por unos momentos la figura inmutable del dios tribal tallado en madera. Luego dio una rápida mirada a la multitud que había llegado de todos los lugares habitados por los clanes de la tribu a participar en el primer ritual que él celebraría aquella noche. Una anciana se acercó a ofrecerle un cántaro con agua. Bebió un poco y con mucho respeto se lo agradeció. Levantando sus brazos dio por comenzada la ceremonia. Los sones de los instrumentos musicales llenaron el entorno de un sello sagrado. El olor de las ramas quemadas penetró en las narices de adultos y niños, produciendo una sensación de atemporalidad.
Dejó pasar unos minutos y sin mirar a nadie, empezó a cantar unas antiquísimas palabras rituales. Un escalofrío le recorrió la espalda. Su temor era quedarse paralizado, pero entrando en un estado de sopor, inició la danza que le había enseñado su abuela. Pensó en su padre, el que seguramente lo estaba observando con satisfacción. Se dio cuenta que a ratos perdía la conciencia. Le faltaba muy poco para terminar, cuando entró en trance. Pronunció las bendiciones sobre los miembros de la tribu y las maldiciones contra los enemigos, sin darse cuenta. Instintivamente se mantuvo en pie, sin caerse, lo que fue considerado por todos, como un signo de la autenticidad de su carácter de curandero de la tribu. Al recuperar la conciencia, observó que cuatro mocetones, colocaban sobre el altar a un animal lanoso y pacifico, que había sido arrebatado a los invasores, a los huincas, aquellos guerreros blancos que venían del otro lado del mundo y que, con mucha violencia y maldad, mataban a sus hermanos de raza, destruían sus aldeas, robaban sus pertenencias, violaban a sus mujeres y se apoderaban de sus tierras. Los cuatro colaboradores sujetaban a la víctima, sin dejar de mirarlo. La oveja, se mantenía quieta. Parecía resignada a morir. Sus ojos tranquilos se encontraron con los de él. Pensó en el contrasentido que simbolizaba ese animal. Tan manso, tan suave, tenía ojos de niño, ojos de bondad. Lo contrario de la forma de ser de sus dueños originarios, seres violentos, que montaban fuertes cabalgaduras que los hacían combatientes temibles y mortíferos. Sintió que debía proceder, pues poseía a la victima perfecta. Su mano se cerró en la empuñadura de su puñal de pedernal. Por unos segundos dudó, luego voceó la fórmula de la rogativa que fue repetida por todos los presentes y sin dilatar más el rito, ensartó en el corazón del tierno animal su arma sacrificial. En ese preciso instante, la vieja machi se presentó ante sus cansados ojos. Surgió del cuerpo de la agónica oveja. Sintió angustia, al ver que se desvanecía a medida que la oveja iba muriendo. Pero, comprendió que su abuela emanaba de la vida que desde el animal sacrificado pasaba a la sangre de toda su raza. Era su fe y la fe de todo su pueblo. Después, de pasado el impacto que le produjo la aparición de su abuela, que nadie, fuera de él, pudo ver; levantó sus brazos y dio por terminada su participación en la ceremonia. El cuerpo yerto de la oveja fue comido crudo sin ser cocinado por los más ancianos, de acuerdo a sus méritos y dignidad. Al nuevo jefe espiritual, nadie lo quería tocar, por un temor reverencial, salvo su padre que lo fue a abrazar y que notó que su hijo tenía en sus ojos algunas lágrimas.

    Presentación

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