¡QUIEN SACRIFIQUE SU VIDA POR MÍ (JESÚS) Y POR EL EVANGELIO, SE SALVARÁ!

¡QUIEN SACRIFIQUE SU VIDA POR MÍ (JESÚS) Y POR EL EVANGELIO, SE SALVARÁ!



DOMINGO de RAMOS- Ciclo "B" - 1º de Abril de 2012 – En el Domingo de Ramos celebramos la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén. Se llama también este domingo, Domingo de Pasión, pues en este día damos inicio a la Semana de la Pasión del Señor. En efecto, las Lecturas de hoy son todas referidas a la Pasión y Muerte de nuestro Señor Jesucristo. El Evangelio de ese día nos presenta la Pasión según San Marcos. Y en la Primera Lectura (Is. 50, 4-7), el Profeta Isaías nos anuncia cómo iba a ser la actitud de Jesús ante las afrentas y los sufrimientos de su Pasión: “No he opuesto resistencia, ni me he echado para atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que me tiraban la barba. No aparté mi rostro de los insultos y salivazos.”

Podemos extraer algunas ideas para meditarlas con cierto detenimiento. La primera de ellas es el momento de la oración de Jesús en el Huerto de los Olivos la noche del Jueves (Mc. 14, 32-54). Este pasaje de la Pasión del Señor lo recordamos también como el primero de los Misterios Dolorosos del Rosario. Jesús se retira a orar con tres de sus Apóstoles, quienes se quedan dormidos, a pesar de haberles Jesús comunicado sus más íntimos sentimientos: “Tengo el alma llena de una tristeza mortal”. Nos dice el Evangelio que Jesús “empezó a sentir terror y angustia”. Y, confirmando lo que ya nos decía el Evangelio del Domingo pasado (5º. de Cuaresma), Jesús, aunque sintió miedo, no iba a pedirle al Padre que lo librara del suplicio que le esperaba. Por ello hace una oración muy impresionante: “Padre, Tú lo puedes todo: aparta de Mí este cáliz. Pero que no se haga lo que Yo quiero, sino lo que Tú quieres”. Oración modelo para los momentos difíciles que se nos presentan a todos: “Señor, Tú me conoces, Tú sabes lo que quiero, Tú lo puedes todo. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya; lo que Tú quieras, Señor, no lo que yo quiero”. Así debe ser la oración del que desea seguir a Cristo.

Jesús se sintió más triste aún, al encontrar a los Apóstoles dormidos. Y, luego de manifestarles su tristeza por esa falta de solidaridad, les dijo... y nos dice a nosotros: “Velen y oren, para que no caigan en la tentación”. La oración es indispensable para poder seguir a Cristo. La tentación siempre está presente, pero la oración es poderosa. San Alfonso María de Ligorio decía: “Quien ora se salva. Quien no ora se condena”. Así de importante es la oración para nuestra vida espiritual, especialmente en la lucha contra las tentaciones.

Otro detalle que nos da San Marcos en su relato es que en momento de ser apresado Jesús, “todos lo abandonaron y huyeron”. Ya se los había predicho: “Todos ustedes se van a escandalizar por mi causa”. El miedo se apoderó de ellos. Y al final, ¿quiénes estaban al pie de la cruz? Su Madre, otras mujeres y San Juan. ¿Y los otros Apóstoles? Ya Pedro se había escandalizado de El: lo había negado tres veces. ¿Y nosotros? ¿No lo hemos negado? ¿Cuántas veces hemos dejado de defenderlo cuando atacan su Nombre, su Iglesia, su Ley? ¿Cuántas veces no lo hemos abandonado por miedo a sus exigencias de amor y de entrega a Él? ¿No nos hemos escandalizado de Él? ¿Podremos, acaso, “romper a llorar” por las veces que lo hemos abandonado, así como sucedió a Pedro, cuando se dio cuenta de su triple pecado? (Mc.14, 66-72)

Cuando ya comienza el proceso que llevaría a su Pasión y Muerte, Jesús, interrogado por Pilatos “¿Eres el Rey de los Judíos?”, no niega que lo sea, pero precisa: “Mi Reino no es de este mundo” (Jn. 18, 36). Ya lo había dicho antes a sus seguidores: “Mi Reino está en medio de vosotros”(Lc.17, 21). Y es así, pues el Reino de Cristo va permeando paulatinamente en medio de aquéllos -y dentro de aquéllos- que acogen la Buena Nueva, es decir, su mensaje de salvación para todo el que crea que El es el Mesías, el Hijo de Dios, el Rey de Cielos y Tierra. Y si el Reino de Cristo no es de este mundo ¿de qué mundo es? ¿Cuándo se instaurará? Lo anuncia muy claramente El mismo en el momento en que fuera juzgado por Caifás: “Verán al Hijo del Hombre sentado a la derecha del Dios Poderoso y viniendo sobre las nubes” (Mt. 26, 64). “En el lenguaje apocalíptico, las nubes son un signo ‘teofánico’: indican que la segunda venida del Hijo del hombre no se llevará a cabo en la debilidad de la carne, sino en el poder divino” (Juan Pablo II, 22-4-98). Es decir que el Reino de Cristo, aunque ya comienza a estar dentro de cada uno de los que siguen la Voluntad de Dios, se establecerá definitivamente con el advenimiento del Rey a la tierra, en ese momento que el mismo Jesús anunció durante su juicio; es decir, en la Parusía (al final de los tiempos) cuando Cristo venga a establecer los cielos nuevos y la tierra nueva, cuando venza definitivamente todo mal y venza al Maligno. (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica # 671-677)

Al contemplar los sucesos de la Pasión del Señor que nos narra el Evangelista San Marcos (Mc. 14, 1 a 15, 47), vemos cómo se cumple lo que nos dice San Pablo en la Segunda Lectura: “Cristo, siendo Dios, no hizo alarde de su condición divina, sino que se rebajó a sí mismo” (Flp. 2, 6-11), haciéndose pasar por un hombre cualquiera. Llegó hasta la muerte y a la muerte más humillante que podía darse en el sitio y en la época en que El vivió en la tierra: la muerte en una cruz. Cristo se “anonadó”, es decir, se hizo “nada”, dejándose insultar, burlar, acusar, castigar, torturar, juzgar, condenar, matar, etc. etc. etc. Pero “Dios lo exaltó sobre todas las cosas... para que todos reconozcan públicamente que Jesucristo es el Señor” (Flp. 2, 9-11). Seguidores de Cristo somos los cristianos. Es lo que nuestro nombre significa. Y El mismo nos ha dicho cómo hemos de seguirlo: “El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Pues quien quiera asegurar su vida la perderá y quien sacrifique su vida por mí y por el Evangelio, se salvará” (Mc. 8, 34-35).

LA MUERTE Y LA RENUNCIA AL EGOÍSMO, ESTÁN PENETRADAS POR LA VIDA SALVÍFICA DE CRISTO.

LA MUERTE Y LA RENUNCIA AL EGOÍSMO, ESTÁN PENETRADAS POR LA VIDA SALVÍFICA DE CRISTO.



DOMINGO 5 de Cuaresma - Ciclo "B" - 25 de Marzo de 2012 - En el Evangelio de hoy tiene lugar enseguida de la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén, donde iba a ser entregado para su Muerte en la cruz. Allí Jesús informó a sus discípulos y a algunos seguidores, lo que estaba a punto de suceder días después: su Pasión, Muerte y posterior Resurrección. Para ello, utiliza la imagen de una semilla que debe morir al ser plantada para dar paso a una vida nueva. Nos habla el Señor de una semilla de trigo, fruto muy utilizado en su tierra, que además se aplicaba muy bien a Él, Quien se nos convertiría después en el mejor fruto que planta de trigo podía producir, ya que a partir del Jueves Santo, Jesús sería para nosotros el Pan Eucarístico. Sin embargo, ¿cómo se aplican a nosotros esas palabras del Señor: “Yo les aseguro que si el grano de trigo sembrado en la tierra no muere, queda infecundo; pero si muere, producirá mucho fruto” ¿Se aplican esas palabras sólo a Él o también a nosotros? ... Si hemos de seguir el ejemplo y las exigencias de Cristo, ciertamente también se aplican a nosotros. Y para comprender el significado de esto debemos pasar a las siguientes palabras del Señor: “El que ama su vida la destruye, y el que desprecia su vida en este mundo la conserva para la vida eterna” (Jn. 12, 20-33). Ahora bien... ¿puede realizarse la paradoja, la aparente contradicción de perder para ganar, entregar para obtener, morir para vivir? ... Debe ser así, pues es lo que el Señor nos propone cuando nos advierte que quien pretenda conservar su vida la perderá, pero quien la entregue la conservará.

En el diálogo del Señor que nos relata hoy el Evangelio de San Juan, vemos que se estaba dirigiendo a sus discípulos -que eran hebreos- y a unos griegos, seguramente abiertos al mensaje de Jesús, que habían llegado a Jerusalén y querían ver al Maestro. Y sucedió que en este diálogo también interviene Dios Padre. Notemos que Jesús muestra rasgos muy genuinos de su humanidad, pues confiesa a sus oyentes que tiene miedo. “Ahora que tengo miedo, ¿voy a decirle a mi Padre: ‘Padre, líbrame de esta hora’? Y se contesta enseguida: “No, si precisamente para esta hora he venido”. Jesús no elude el sufrimiento y la muerte, sino que confirma su entrega por nosotros, su entrega a la Voluntad del Padre, Quien muestra su presencia en ese momento. La voz del Padre parece ser una respuesta al Hijo, Quien le pide: “Padre, dale gloria a tu nombre”. Jesús, luego confirma por qué el Padre se ha hecho presente: “Esta voz no ha venido por Mí, sino por ustedes”. Es una nueva oportunidad para fortalecer la fe de los discípulos. Y qué dice el Padre: “Lo he glorificado y volveré a glorificarlo”. Alusión directa a la Resurrección de Cristo, que sucedería -como estaba prometido- al tercer día de su vergonzosa muerte en la cruz. Poquísimas veces se ve la manifestación directa del Padre en los Evangelios, una de ellas –la menos conocida, tal vez- es ésta. Recordemos que allí estaban presentes hebreos y gentiles. Tal vez por ello Jesús luego hace alusión a que su Reino se extendería a todos, judíos y no judíos: “Cuando Yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia Mí”. Nos dice el Evangelista que aludía a su muerte en la cruz. Y sabemos cómo se cumplieron las palabras del Señor, pues después de su Muerte, su Resurrección, su Ascensión y Pentecostés, la Iglesia por El fundada se extendió por todas partes, con la predicación de los Apóstoles.

Nos dijo Jesús que su Reino se extendería a todos, porque iba a ser arrojado el príncipe de este mundo (el Demonio)... y El, a través de su muerte en cruz y por la gloria de su Resurrección, atraería a todos hacia El. Palabras de esperanza y seguridad para todos los que nos dejamos “atraer” por Él, por su doctrina y por su ejemplo. Palabras también de compromiso, porque “dejarnos atraer por Él” significa seguirlo en todo... como Él reiteradamente nos pide. Y “seguirlo en todo” significa seguirlo también en la muerte. Por supuesto esto no significa que todos tengamos que morir en una cruz como Él. Tampoco significa que todos tengamos que sufrir un martirio violento -como algunos sí lo han tenido. Significa más bien ese “morir” cada día a nuestro propio yo. Significa ese “perder la vida” que Jesús nos pide en este pasaje de San Juan y que también nos lo requiere en otra oportunidad, con palabras similares: “El que quiera asegurar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por Mí, la asegurará” (Mt. 16, 25 - Mc. 8, 35 - Lc. 9, 24). De no vivir día a día esa continua renuncia a nosotros mismos, esa continua muerte a nuestro yo, no podremos dar fruto. Seremos “infecundos”. “Si el grano de trigo no muere, queda infecundo”. No dará fruto. Y ¿cuál fue el fruto de Cristo? Lo sabemos bien y nos lo recuerda San Pablo en la Segunda Lectura (Hb. 5, 7-9): “se convirtió en la causa de la salvación eterna para todos los que lo obedecen”. ¿Cuál será nuestro fruto si optamos por ser fecundos, si optamos por morir con Cristo? Si morimos con Él, viviremos con Él... y también nos salvaremos con Él, pues nuestra oblación, nuestra entrega, unida a Él, dará fruto para nosotros mismos y para los demás: nos salvaremos nosotros y salvaremos a otros. Serán frutos de Vida Eterna para nosotros mismos y para los demás. Es lo que llama Juan Pablo II en su Encíclica “Salvifici Doloris” sobre el sufrimiento humano, “el valor redentor del sufrimiento”.

La Primera Lectura del Profeta Jeremías (Jr. 31, 31-34) nos habla de la Nueva Alianza que Dios establecería con su pueblo. El Señor pondría su Ley en lo más profundo de nuestras mentes y la grabaría en nuestros corazones. Y nos dice: “Todos me van a conocer, desde el más pequeño hasta el mayor de todos, cuando Yo les perdone sus culpas y olvide para siempre sus pecados”. Desde una lectura actual de este texto podemos decir que Cristo, entonces, se hizo Hombre y vivió y sufrió y murió y resucitó para que nuestros pecados fueran perdonados y pudiéramos tener acceso nosotros a la resurrección y a la Vida Eterna. El Salmo de hoy es el 50, el Salmo de David arrepentido de su horrible y múltiple pecado. “Crea en mí un corazón puro...Lávame de todos mis delitos y olvida mis ofensas... Devuélveme la alegría de la salvación...” Bellísimo Salmo propio para orar cuando nos queremos arrepentir de nuestros pecados. Muy apropiado para pedir nuestra conversión al Señor, para implorar su misericordia. Próximos ya a la Semana Santa cuando conmemoraremos la entrega total que Cristo hizo de Sí mismo, perdiendo su vida para darnos una nueva Vida a todos nosotros, es tiempo propicio para una profunda conversión.

LA FE SIN OBRAS NO BASTA PARA LA SALVACIÓN.

LA FE SIN OBRAS NO BASTA PARA LA SALVACIÓN.

DOMINGO 4 de Cuaresma - Ciclo "B" - 18 de Marzo de 2012 - La Segunda Lectura y el Evangelio de hoy nos hablan de salvación y condenación, de fe y obras. “El que cree en El, no será condenado. Pero el que no cree, ya está condenado, por no haber creído en el Hijo único de Dios” (Jn. 3, 14-21).Duras y decisivas palabras. Palabra de Dios escrita por “el discípulo amado”, el Evangelista San Juan. Palabras que sentencian la importancia de la fe: el que no cree en Jesucristo, Hijo de Dios hecho Hombre...ya está condenado. Pero cabe, entonces la pregunta: ¿el que sí cree... ya está salvado? ¿Basta la fe para que seamos salvados? Esta pregunta necesariamente nos recuerda las diferencias -hasta hace poco infranqueables- entre Católicos y Protestantes. Sólo la fe basta, se adujo en la Reforma que llevó a cabo la lamentable división iniciada por Lutero en 1517.
Fundamentándose en la Sagrada Escritura, la Iglesia Católica siempre ha sostenido que la fe sin obras no basta para la salvación. Traducido a la práctica significa que en el Bautismo recibimos como regalo de Dios la virtud de la Fe y la Gracia Santificante. Y las “obras” consisten en cómo respondemos a ese don de Dios: con buenas obras, con malas obras o sin obras. Para analizar, entonces, si la fe basta para la salvación y si las obras son necesarias, tenemos que referirnos a un documento, titulado “Declaración Conjunta sobre la Doctrina de la Justificación”, firmado en 1999 entre la Iglesia Católica y la Iglesia Luterana, en que se trata precisamente este tema tan importante. De ese histórico documento extraemos las siguientes citas (resaltados nuestros): “Sólo por gracia mediante la fe en Cristo y su obra salvífica y no por algún mérito, nosotros somos aceptados por Dios y recibimos el Espíritu Santo que renueva nuestros corazones capacitándonos y llamándonos a buenas obras. (15) “... en cuanto a pecadores nuestra nueva vida obedece únicamente al perdón y misericordia renovadora, que Dios imparte como un don y nosotros recibimos en la fe y nunca por mérito propio, cualquiera que éste sea”. (17) “El ser humano depende enteramente de la gracia redentora de Dios... (el ser humano), por ser pecador es incapaz de merecer su justificación ante Dios o de acceder a la salvación por sus propios medios”. (19) “Cuando los católicos afirman que el ser humano “coopera” (en su salvación)... consideran que esa aceptación personal es en sí un fruto de la gracia y no una acción que dimana de la innata capacidad humana”. (20)
En conclusión: no somos capaces, por nosotros mismos, de justificarnos, es decir, de santificarnos o de salvarnos. Nuestra salvación depende primeramente de Dios. Pero el ser humano tiene su participación, la cual consiste en dar respuesta a todas las gracias que Dios nos ha dado y que sigue dándonos constantemente para ser salvados. Eso es lo que la Teología Católica llama “obras”. Nuestra imposibilidad de acceder por nosotros mismos a la salvación es tal, que hasta la capacidad para dar esa respuesta a la gracia divina, no viene de nosotros, sino de Dios. De allí que también San Pablo nos diga: “La misericordia y el amor de Dios son muy grandes; porque nosotros estábamos muertos por nuestros pecados, y El nos dio la vida con Cristo y en Cristo. Por pura generosidad suya hemos sido salvados...En efecto, ustedes han sido salvados por la gracia, mediante la fe; y esto no se debe a ustedes mismos, sino que es un don de Dios” (Ef. 2, 4-10).
La Primera Lectura nos trae el final del Segundo Libro de las Crónicas (2 Cro. 36, 14-23), y en ella se nos relata cómo se pervirtió el pueblo de Israel, pues todos, incluyendo los Sumos Sacerdotes “multiplicaron sus infidelidades”. Como si fuera poco, despreciaron la palabra que los Profetas, mensajeros de Dios, les llevaban. Llegó un momento, nos dice el relato, que “la ira de Dios llegó a tal grado, ya no hubo remedio”. La ciudad de Jerusalén con su Templo queda destruida por la invasión de los Caldeos, y “a los que escaparon de la espada, los llevaron cautivos a Babilonia, donde fueron esclavos”. El reino pasó al dominio de los Persas, cumpliéndose lo anunciado por uno de esos Profetas despreciados, Jeremías. Luego se nos relata el regreso del pueblo de Israel de Babilonia a Jerusalén en los tiempos de Ciro, Rey de Persia. Y esto necesariamente nos trae a un tema candente: ¿Castiga Dios? Cabe, entonces, preguntar: ¿qué es el castigo? ¿Para qué son los castigos? Cuando un padre o una madre castigan a su hijo ¿por qué lo hacen? ¿Por venganza, acaso? O el castigo es la forma de corregir al hijo, para que se encamine por el bien. Es muy importante reflexionar sobre esto, para comprender que “la ira de Dios” y “los castigos de Dios” de que nos hablan la Escritura, especialmente el Antiguo Testamento, son más bien manifestaciones de la misericordia divina. Dios -efectivamente- castiga, pero castiga para que los seres humanos aprendamos a enrumbarnos por el camino adecuado, por el camino que nos lleva a Dios. Es lo que le sucedió al pueblo de Israel con ese exilio de 70 años a Babilonia. Al regresar venían reformados, purificados. Cuando Dios permite un “aparente” mal –en este caso, la expulsión, el exilio y hasta la destrucción del Templo de Jerusalén- es para obtener un mayor bien. Las infidelidades de los seres humanos para con Dios, nuestro Creador y nuestro Dueño, pueden llegar a niveles en que, como nos dice esta Primera Lectura, ya no haya otro remedio. Por eso Dios a veces castiga. Y castiga para que enderecemos el rumbo, para que volvamos nuestra mirada a Él. “Si mi pueblo -sobre el cual es invocado mi Nombre, se humilla: orando y buscando mi rostro, y se vuelven de sus malos caminos, Yo -entonces- los oiré desde los cielos, perdonaré sus pecados y sanaré su tierra.”(2 Crónicas 7, 14) Es orando y convirtiéndonos como Dios nos oirá, perdonará nuestros pecados y sanará nuestra tierra. Antes de que nos llegue el final a cada uno con la muerte o antes de que llegue el final de los tiempos, Dios nos advierte por medio de su Palabra, por medio de las enseñanzas de la Iglesia, por medio de su Madre que se aparece en la tierra para advertirnos, para guiarnos, para llamarnos a la conversión.

“LA LEY DEL SEÑOR ES PERFECTA Y RECONFORTA EL ALMA... ES ALEGRÍA PARA EL CORAZÓN... LUZ PARA ALUMBRAR EL CAMINO”.

“LA LEY DEL SEÑOR ES PERFECTA Y RECONFORTA EL ALMA... ES ALEGRÍA PARA EL CORAZÓN... LUZ PARA ALUMBRAR EL CAMINO”.

DOMINGO 3 de Cuaresma - Ciclo "B" - 11 de Marzo de 2012 - Hoy la Primera Lectura (Ex 20, 1-7) y el Salmo (18) nos hablan de la Ley de Dios. Y la Segunda Lectura (1 Cor. 1, 22-25) y el Evangelio (Jn. 2, 13-25) nos hablan de señales y de comercio.
El trozo del Libro del Éxodo nos trae los preceptos que promulgó el Señor para su pueblo: los Mandamientos de la Ley de Dios, que entregó a Moisés en el Monte Sinaí, esculpidos en piedra. La moral revelada no le quita al ser humano su libertad Profunda. Al contrario, es una experiencia de gozo interior que sana y libera radicalmente. Nos dice el Salmo de hoy (Sal 18): “la Ley del Señor es perfecta y reconforta el alma... es alegría para el corazón... luz para alumbrar el camino”. Muy contrario es esto a lo que el sincretismo seudo-religioso, que hoy está de moda, piensa de los preceptos de Dios. Se busca separar radicalmente la moral de lo religioso. Hay cantantes famosos, que se dicen creyentes, incluso le cantan a Dios o Cristo y practican un libertinaje sexual. Viven de divorcio en divorcio.
Si revisamos bien los Diez Mandamientos, éstos son, como dice el Salmo, una guía invalorable para andar en el camino. Son una síntesis del amor a Dios y del amor al prójimo, y contienen exigencias mínimas para que la sociedad funcione debidamente. Los Mandamientos no son restricciones, ni trabas. Son ayudas que nos ha dado Dios para el bien personal y también para el bien colectivo, pues son normas mínimas de relaciones humanas, para que podamos vivir en convivencia. Mientras mejor se cumplen los mandamientos, mejor estamos en lo personal, en lo social, en lo nacional, en lo internacional. Al leer el pasaje de los mercaderes del Templo de Jerusalén (Jn. 2, 13-25), los cuales fueron expulsados por Jesús a punta de látigo, las mesas de los cambistas volteadas y las monedas desparramadas por el suelo, tenemos que pensar qué nos quiere decir hoy a nosotros el Señor con este incidente. Y sobre todo cuando nos dice: “no conviertan en un mercado la casa de mi Padre”. Puede estarse refiriendo a ese mercadeo y comercio, repugnante y dañino, que con mucha frecuencia usamos en nuestra relación con Dios, concretamente en nuestra forma de pedirle a Dios. Si pensamos bien en la forma en que oramos ¿no se parece nuestra oración a un negocio que estamos conviniendo con Dios? “Yo te pido esto, esto y esto, y a cambio te ofrezco tal cosa?” ¿Cuántas veces no hemos orado así? A veces también nuestra oración parece ser un pliego de peticiones, con una lista interminable de necesidades -reales o ficticias- sin ofrecer nada a cambio. A ambas actitudes puede estarse refiriendo el Señor cuando se opone al mercadeo en nuestra relación con El.
Fijémonos que en este pasaje del Evangelio los judíos “intervinieron para preguntarle ‘¿qué señal nos das de que tienes autoridad para actuar así?’”. Y, a juzgar por la respuesta, al Señor no le gustó que le pidieran señales. ¿Y nosotros? ¿No pedimos también señales? “Dios mío, quiero un milagro”, nos atrevemos a pedirle al Señor. “Señor, dame una señal”. Más aún: ¡cómo nos gusta ir tras las señales extraordinarias! Estatuas que manan aceite o que lloran lágrimas de sangre, que cambian de posición, etc. Estos fenómenos extraordinarios pueden venir de Dios… o pueden no venir de Dios. Cuando no vienen de Dios sirven para desviarnos del camino que nos lleva a Dios, pues lo que pretende el Enemigo es que nos quedemos apegados a esas señales y que realmente no busquemos a Dios, sino que vayamos tras esas manifestaciones extraordinarias, sean aceite, sangre, lágrimas, escarchas, cambios de postura, etc., como si fueran Dios mismo. Insistimos: estos fenómenos extraordinarios -cuando son realmente de origen divino- son signos de la presencia de Dios y de su Madre en medio de nosotros. Son signos de gracias especialísimas que sirven para llamarnos a la conversión, al cambio de vida, a enderezar rumbos para dirigir nuestra mirada y nuestro caminar hacia aquella Casa del Padre que es el Cielo que nos espera, si cumplimos la Voluntad de Dios aquí en la tierra. Y esas señales son justamente para ayudarnos a que nos acerquemos a Dios. Pero ¿en qué consiste ese acercamiento? ¿En seguir buscando fenómenos extraordinarios? ¿En entusiasmarnos con esas señales como si éstas fueran el centro de la vida en Dios? No. El acercarnos a Dios consiste en que cumplamos su Voluntad, y en que nos ciñamos a sus criterios, a sus planes, a sus modos de ver las cosas. No podemos quedamos en lo externo, en lo que podemos ver y palpar con los sentidos del cuerpo. No podemos seguir buscando estos fenómenos por todas partes, como si fueran el centro de la cuestión, pues el centro de la cuestión es otro: es buscar la Voluntad de Dios para cumplirla a cabalidad.
Y en la Segunda Lectura San Pablo también nos habla de señales: “los judíos exigen señales milagrosas y los paganos (se refería sobre todo a los griegos) piden sabiduría (conocimientos humanos)... Pero nosotros predicamos a Cristo crucificado, que es escándalo para los judíos y locura para los paganos; en cambio, para los llamados por Dios -sean judíos o paganos- Cristo es la fuerza y la sabiduría de Dios”. Así haya muerto en la cruz. “Porque la locura de Dios (la locura de la cruz) es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad de Dios (la debilidad de la muerte en la cruz) es más fuerte que la fuerza de los hombres”. Así son los criterios de Dios: contrarios a los criterios de los seres humanos. Pero... seguimos ¡tan apegados! a nuestros propios criterios, creyendo que ésos son los que sirven, olvidándonos de esta importantísima y fuerte afirmación de San Pablo y olvidándonos de lo que mucho antes ya había anunciado el Profeta Isaías: “Así como dista el cielo de la tierra, así distan mis planes de vuestros planes, mis criterios de vuestros criterios” (Is. 55, 9).

“QUIEN A DIOS TIENE, NADA LE FALTA. SÓLO DIOS BASTA”

“QUIEN A DIOS TIENE, NADA LE FALTA. SÓLO DIOS BASTA”

DOMINGO 2 de Cuaresma - Ciclo "B" - 4 de Marzo de 2012 - Las Lecturas de este Segundo Domingo del Tiempo de Cuaresma nos hablan de cómo debe ser nuestra respuesta al llamado que Dios hace a cada uno de nosotros... y cuál es nuestra meta, si respondemos al llamado del Señor. En la Primera Lectura del día de hoy vemos a Abraham siendo probado en su fe y en su confianza en Dios. En el Evangelio se nos narra la Transfiguración del Señor.
En la Primera Lectura se nos habla de Abraham, nuestro padre en la fe. Y así consideramos a Abraham, pues su característica principal fue una fe indubitable, una fe inconmovible, una fe a toda prueba. Por eso se le conoce como el padre de todos los creyentes. Y esa fe lo llevaba a tener una confianza absoluta en los planes de Dios y una obediencia sincera a la Voluntad de Dios. A Abraham Dios comenzó pidiéndole que dejara todo: “Deja tu país, deja tus parientes y deja la casa de tu padre, para ir a la tierra que yo te mostraré” (Gen. 12, 1-4). Y Abraham sale sin saber a dónde va. Ante la orden del Señor, Abraham va a una tierra que no sabe dónde queda y no sabe siquiera cómo se llama. Deja todo, renuncia a todo: patria, casa, familia, estabilidad, etc. Da un salto en el vacío en obediencia a Dios. Confía absolutamente en Dios y se deja guiar paso a paso por El. Abraham sabe que su vida la rige Dios, y él lo acepta libremente.
A veces nos es más fácil hacer lo que Dios quiere, que hacer las cosas cuando Dios quiere. A veces nos es más fácil cumplir la Voluntad de Dios, que tener la paciencia para esperar el momento en que Dios quiere hacer su Voluntad. Abraham creyó y esperó: creyó contra toda apariencia, esperó contra toda esperanza... y también esperó el momento del Señor. Dios le exigió mucho a Abraham, pero a la vez le promete que será bendecido y que será padre de un gran pueblo. Sin embargo, comienza a crecer Isaac, el hijo de la promesa. Cuando ya todo parece estar estabilizado, Dios interviene nuevamente para hacer una exigencia “ilógica” a Abraham: le pide que tome a Isaac y que se lo ofrezca en sacrificio. Este tal vez sea uno de los episodios más conmovedores de la Biblia (Gen. 22, 1-2.9-18). Dios vuelve a exigirle todo a Abraham. Ahora le pide la entrega de lo que Dios mismo le había dado como cumplimiento de su promesa: Isaac debe ser sacrificado. Abraham obedece ciegamente, sin siquiera preguntar por qué. Sube el monte del sacrificio para cumplir el más duro de los requerimientos del Señor. Y en el momento que se dispone a sacrificar a su hijo, Dios lo hace detener.
Abraham respondió a un Dios desconocido para él -pues Abraham pertenecía a una tribu idólatra. Pero nosotros hemos conocido la gloria de Dios, que fue experimentada por los Apóstoles después de la Resurrección del Señor, pero aún antes, en los momentos de su Transfiguración ante Pedro, Santiago y Juan. Jesucristo lleva a estos tres Apóstoles al Monte Tabor y allí les muestra el fulgor de su divinidad. (Mc. 9, 2-10) Los Apóstoles, Pedro, Santiago y Juan fueron fortalecidos en su fe cuando Jesús se transfiguró delante de ellos. Es lo que el Evangelio nos relata: Jesucristo se los lleva al Monte Tabor y allí les muestra el fulgor de su divinidad. (Mc. 9, 2-10) Con motivo de lo que sucedió en la Transfiguración, es bueno recordar lo que en Teología llamamos la Unión Hipostática, término que describe la perfecta unión de la naturaleza humana y la naturaleza divina en Jesús.
De acuerdo a esta verdad, Jesús gozaba de la Visión Beatífica, cuyo efecto connatural es la glorificación del cuerpo. (Es lo que sucederá a todos los salvados después de la resurrección al final de los tiempos). Sin embargo, este efecto de la glorificación del cuerpo no se manifestó en Jesús, porque quiso durante su vida en la tierra, asemejarse a nosotros lo más posible. Por eso se revistió de nuestra carne mortal (cf. Rm. 3, 8). Se asemejó en todo, menos en el pecado. Pero en la Transfiguración quiso también mostrar a tres de sus Apóstoles algo de su divinidad, luego de haber anunciado a los doce su próxima Pasión y Muerte. Quiso el Señor con su Transfiguración en el Monte Tabor animarlos, fortalecerlos y prepararlos para lo que luego iba a suceder en el Monte Calvario. La gloria es el fruto de la gracia. Así, la gracia que Jesús posee en medida infinita, le proporciona una gloria infinita que le transfigura totalmente. Fue algo de lo que El quiso mostrarnos en el Tabor. Guardando las distancias, algo semejante sucede en nosotros cuando verdaderamente estamos en gracia. La gracia nos va transformando. Pudiéramos decir que nos va transfigurando, hasta que un día nos introduzca en la Visión Beatífica de Dios.
No hay gloria sin sufrimiento. No hay resurrección sin cruz. Con sus enseñanzas y con su ejemplo, Jesucristo quiso decirle a los Apóstoles que han tenido la gracia de verlo en el esplendor de su Divinidad, que ni El -ni ellos- podrán llegar a la gloria de la Transfiguración -a la gloria de la Resurrección- sin pasar por la entrega absoluta de su vida, sin pasar por el sufrimiento y el dolor. La gracia divina hace posible que el sufrimiento en todas sus formas no anule la presencia de Dios en la vida cotidiana y se mantenga la esperanza en la vida eterna. Una mística española vivió esta experiencia de cruz y gracia y lo expresó así: “Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta”…“Nada te turbe. Nada te espante. Todo se pasa. Dios no se muda. La paciencia todo lo alcanza”. Teresa de Ávila.



(*) Estudiante de Pedagogía de 5° año en Religión y Filosofía de la Universidad Católica del Maule. Colectivo Cultural Jorge Yáñez Olave.

    Presentación

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