LA FE SIN OBRAS NO BASTA PARA LA SALVACIÓN.

LA FE SIN OBRAS NO BASTA PARA LA SALVACIÓN.

DOMINGO 4 de Cuaresma - Ciclo "B" - 18 de Marzo de 2012 - La Segunda Lectura y el Evangelio de hoy nos hablan de salvación y condenación, de fe y obras. “El que cree en El, no será condenado. Pero el que no cree, ya está condenado, por no haber creído en el Hijo único de Dios” (Jn. 3, 14-21).Duras y decisivas palabras. Palabra de Dios escrita por “el discípulo amado”, el Evangelista San Juan. Palabras que sentencian la importancia de la fe: el que no cree en Jesucristo, Hijo de Dios hecho Hombre...ya está condenado. Pero cabe, entonces la pregunta: ¿el que sí cree... ya está salvado? ¿Basta la fe para que seamos salvados? Esta pregunta necesariamente nos recuerda las diferencias -hasta hace poco infranqueables- entre Católicos y Protestantes. Sólo la fe basta, se adujo en la Reforma que llevó a cabo la lamentable división iniciada por Lutero en 1517.
Fundamentándose en la Sagrada Escritura, la Iglesia Católica siempre ha sostenido que la fe sin obras no basta para la salvación. Traducido a la práctica significa que en el Bautismo recibimos como regalo de Dios la virtud de la Fe y la Gracia Santificante. Y las “obras” consisten en cómo respondemos a ese don de Dios: con buenas obras, con malas obras o sin obras. Para analizar, entonces, si la fe basta para la salvación y si las obras son necesarias, tenemos que referirnos a un documento, titulado “Declaración Conjunta sobre la Doctrina de la Justificación”, firmado en 1999 entre la Iglesia Católica y la Iglesia Luterana, en que se trata precisamente este tema tan importante. De ese histórico documento extraemos las siguientes citas (resaltados nuestros): “Sólo por gracia mediante la fe en Cristo y su obra salvífica y no por algún mérito, nosotros somos aceptados por Dios y recibimos el Espíritu Santo que renueva nuestros corazones capacitándonos y llamándonos a buenas obras. (15) “... en cuanto a pecadores nuestra nueva vida obedece únicamente al perdón y misericordia renovadora, que Dios imparte como un don y nosotros recibimos en la fe y nunca por mérito propio, cualquiera que éste sea”. (17) “El ser humano depende enteramente de la gracia redentora de Dios... (el ser humano), por ser pecador es incapaz de merecer su justificación ante Dios o de acceder a la salvación por sus propios medios”. (19) “Cuando los católicos afirman que el ser humano “coopera” (en su salvación)... consideran que esa aceptación personal es en sí un fruto de la gracia y no una acción que dimana de la innata capacidad humana”. (20)
En conclusión: no somos capaces, por nosotros mismos, de justificarnos, es decir, de santificarnos o de salvarnos. Nuestra salvación depende primeramente de Dios. Pero el ser humano tiene su participación, la cual consiste en dar respuesta a todas las gracias que Dios nos ha dado y que sigue dándonos constantemente para ser salvados. Eso es lo que la Teología Católica llama “obras”. Nuestra imposibilidad de acceder por nosotros mismos a la salvación es tal, que hasta la capacidad para dar esa respuesta a la gracia divina, no viene de nosotros, sino de Dios. De allí que también San Pablo nos diga: “La misericordia y el amor de Dios son muy grandes; porque nosotros estábamos muertos por nuestros pecados, y El nos dio la vida con Cristo y en Cristo. Por pura generosidad suya hemos sido salvados...En efecto, ustedes han sido salvados por la gracia, mediante la fe; y esto no se debe a ustedes mismos, sino que es un don de Dios” (Ef. 2, 4-10).
La Primera Lectura nos trae el final del Segundo Libro de las Crónicas (2 Cro. 36, 14-23), y en ella se nos relata cómo se pervirtió el pueblo de Israel, pues todos, incluyendo los Sumos Sacerdotes “multiplicaron sus infidelidades”. Como si fuera poco, despreciaron la palabra que los Profetas, mensajeros de Dios, les llevaban. Llegó un momento, nos dice el relato, que “la ira de Dios llegó a tal grado, ya no hubo remedio”. La ciudad de Jerusalén con su Templo queda destruida por la invasión de los Caldeos, y “a los que escaparon de la espada, los llevaron cautivos a Babilonia, donde fueron esclavos”. El reino pasó al dominio de los Persas, cumpliéndose lo anunciado por uno de esos Profetas despreciados, Jeremías. Luego se nos relata el regreso del pueblo de Israel de Babilonia a Jerusalén en los tiempos de Ciro, Rey de Persia. Y esto necesariamente nos trae a un tema candente: ¿Castiga Dios? Cabe, entonces, preguntar: ¿qué es el castigo? ¿Para qué son los castigos? Cuando un padre o una madre castigan a su hijo ¿por qué lo hacen? ¿Por venganza, acaso? O el castigo es la forma de corregir al hijo, para que se encamine por el bien. Es muy importante reflexionar sobre esto, para comprender que “la ira de Dios” y “los castigos de Dios” de que nos hablan la Escritura, especialmente el Antiguo Testamento, son más bien manifestaciones de la misericordia divina. Dios -efectivamente- castiga, pero castiga para que los seres humanos aprendamos a enrumbarnos por el camino adecuado, por el camino que nos lleva a Dios. Es lo que le sucedió al pueblo de Israel con ese exilio de 70 años a Babilonia. Al regresar venían reformados, purificados. Cuando Dios permite un “aparente” mal –en este caso, la expulsión, el exilio y hasta la destrucción del Templo de Jerusalén- es para obtener un mayor bien. Las infidelidades de los seres humanos para con Dios, nuestro Creador y nuestro Dueño, pueden llegar a niveles en que, como nos dice esta Primera Lectura, ya no haya otro remedio. Por eso Dios a veces castiga. Y castiga para que enderecemos el rumbo, para que volvamos nuestra mirada a Él. “Si mi pueblo -sobre el cual es invocado mi Nombre, se humilla: orando y buscando mi rostro, y se vuelven de sus malos caminos, Yo -entonces- los oiré desde los cielos, perdonaré sus pecados y sanaré su tierra.”(2 Crónicas 7, 14) Es orando y convirtiéndonos como Dios nos oirá, perdonará nuestros pecados y sanará nuestra tierra. Antes de que nos llegue el final a cada uno con la muerte o antes de que llegue el final de los tiempos, Dios nos advierte por medio de su Palabra, por medio de las enseñanzas de la Iglesia, por medio de su Madre que se aparece en la tierra para advertirnos, para guiarnos, para llamarnos a la conversión.
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