Ética y Política.

La relación entre ética y política no parece fácil en la actualidad. Es patente que muchas decisiones políticas prescinden de los criterios éticos y los gobernantes lo dicen con poco pudor. ¿Por qué se da esa situación? Caben dos extremos que conviene separar.

1º) Individualismo ético e interpretación técnica de la política. Con él la moral queda reducida al ámbito privado y la sociedad es guiada por el pragmatismo tecnocrático y permisivo. La razón política es exclusivamente una razón de los medios, mientras la ética se hace trivial y políticamente irrelevante.

2º) Ética comunitaria y disolución del individuo en la sociedad. Las utopías colectivistas ofrecen un ideal omnicomprensivo de la realidad con una carga moral enfatizada y autoproclamada. La persona es un medio para una necesidad histórica. En realidad se disuelve la pretendida moral en un totalitarismo con una visión mecanicista del hombre. La ciencia y la técnica deciden sobre el bien y el mal. La revolución del 68 y siguientes plasman los criterios marxistas de que el cambio económico lleva a cambios sociales y la ética se disuelve. No basta mezclar un poco de colectivismo con algo de individualismo como suelen hacer los pasteleos postelectorales o intenta la Cuba de Castro. Los derroteros del estatalismo permisivo llevan al desencanto social, generaliza la superficialidad, exonera a los ciudadanos de las incomodidades de la participación social. La libertad se hace narcisista. “haz lo que quieras mientras no entorpezcas el buen funcionamiento” será la conclusión. La salida del atolladero es la filosofía política que tiene claros los fines, y no sólo los medios. Conviene un conocimiento claro de la justicia y la injusticia, y muchos juicios de valor. El olvido del humanismo cívico lleva a dos extremos rechazables aparentemente contrapuestos: el moralismo y el relativismo.

El moralismo es también un error reduccionista que toma la parte por el todo. La praxis social ha de contar con modulaciones históricas, factores culturales, condiciones psicológicas y culturales. Las decisiones políticas deben tener todo esto en cuenta, sin eso la ética se reduce a moralina que al final acaba en inmoralidad. La ética se hace sospechosa de ideología. Nadie más temible en la ciudad que los puritanos y jacobinos, los cuales –si acceden al poder- hacen rodar cabezas con la tranquilidad que les ofrece su ortodoxia política. Si la coyuntura no les es favorable seguirán el criterio de “cuanto peor, mejor” del moralismo revolucionario. La razón política está escayolada, sólo queda el recinto de la conciencia mientras contempla –no sin cierta satisfacción secreta- como la historia avanza hacia el abismo.

Al relativismo también le escandaliza el espectáculo de las valoraciones cambiantes y contrapuestas, pero opta por el conformismo ante la imposibilidad de llegar a una ética aceptada por todos y acaba por convencerse de que quizá es mejor así. Si el moralismo pretendía no rebajar un ápice la pureza de una verdad pública, el relativismo no elige ninguna, aspira sólo a la conciliación funcional a través del consenso fáctico inmediato y mecánico. Lo mejor será cualquier cosa con tal de que sirva para avanzar un trecho. Decae la calidad ética de la razón pública, pierde sustancia humana, se trivializa, provoca el tedio y la abstención (no sólo electoral). El criterio de ceder pro bono pacis se convierte en lo habitual, la inercia es decadente. Ambas posturas, que parecen opuestas, coinciden en renunciar a la comprensión ética de la situación social concreta. Resignarse al abandono del modo humanista de pensar es la enfermedad mortal. Es preciso volver al diálogo racional no entendido ideológicamente. La libertad es la clave política de toda filosofía política, y no un pragmatismo que prescinde de la metafísica y de pensar a fondo los temas.
Fuente: Enrique Cases
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